30

Uno de los mayores errores que he cometido en mis 30 primeros años de vida ha sido no decir lo que sentía. Otro, vivir con un pensamiento en la parte de atrás de mi cabeza sobre todos los universos paralelos en los que viviría ahora mismo a través de mis “y si...”, generalmente directamente relacionados con mi primer error. 

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​Hace unos días tenía una conversación que me recordaba a esto. La persona con la que hablaba no dejaba de autoflagelarse por una decisión que consideraba errónea. 

​Le entendía muchísimo. Pero me di cuenta de que ambos cometíamos un error de manera habitual. Basar el resto de nuestra existencia en decisiones puntuales que sí, que en nuestros planes pueden ser un antes y un después, pero que la realidad es que no podemos condicionar nuestra existencia basándonos en un pilar de nuestra vida. 

​Cada uno tiene sus pilares. Quienes me conocen un poquito saben que viviría en una comedia romántica. Lo curioso es que cuando he tenido la oportunidad de vivirla, el miedo a lo desconocido, al error, a que no puede fallar otro pilar importante, o que simplemente no era la película que quería ver en ese momento, han hecho que quizás haya marcado un antes y un después en mi vida. Que quizás haya cometido el mayor error de mi vida, o el mayor acierto.

​Hay una persona a la que quiero todos los días de mi vida, que es a quien recurro cuando me da un bajón, o pienso que todo es un asco. Esa persona siempre me obliga a ser positiva. También con mis decisiones trascendentales. Y no me obliga a dejar de pensar en el “qué sería de mí si aquel día llego a hacer tal o decir cual”. Sabe que eso va conmigo y que uno de mis pasatiempos favoritos es cerrar los ojos y recrear momentos. Me obliga, sin embargo, a pensar en todo ello cuando se me vuelva a presentar la oportunidad: 

de cenar en el sitio que tanto me gusta, de ir a casa, de tirarme a la piscina con proyectos (de vida y de todo) o de dejar de perder el tiempo con chorradas. Sobre todo me ha enseñado a que no debo vivir preocupada, que hay cosas importantes, pero sobre todo importarán tanto como yo diga. ​

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​A los 30 lloro más que a los 20, me enfado menos, y he aprendido a ser drástica. Esto último me cuesta. Sobre todo cuando se trata de ir detrás de gente que no lo merece. A los 30 he aprendido que mi estrés y mi angustia vienen del intento imposible de agradar a todo el mundo. Ahora solo se me escapa de vez en cuando este intento absurdo.

​A los 30 sigue existiendo la gente mala. Y la muy mala. La gente que habla a las espaldas. O que descubres que hace un par de años hizo el comentario (incierto) que provocó que el giro de acontecimientos que tanto esperabas nunca se diera. Hasta un par de años más tarde. ¿Tarde? No lo sé. 

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​A los 30 la capa exterior es más dura, pero por dentro sigue siendo igual de sensible y poco hecha, como una txuleta. Hay que darme unos minutos para que se me sellen los jugos y el corte no sea malo. Tanto tiempo a la brasa para luego dejarme quemada no merece la pena. 

A los 30 empieza el declive en la cantidad en favor de la calidad. En casi todos los sentidos: ya no salgo tanto, pero cuando salgo es memorable. Siento que ya no conozco a tanta gente (nueva), pero a quienes conozco los disfruto. Los viejos y los nuevos. Tampoco subo tantas fotos como de los 21 a los 27 en Instagram. Cerveza sigo bebiendo la misma, pero siempre de calidad. 

Ane Fano DadebatComentario